Una mujer que no estuvo loca por demencia pero sí lo estuvo por amor.

En 1509, a los treinta años de edad, Juana de Castilla, heredera del mayor imperio del mundo, fue encerrada en la tenebrosa fortaleza de Tordesillas y permaneció recluida durante más de cuarenta y seis años. La obra es un retrato psicológico de una mujer martirizada por su familia, vigilada por su propio hijo, Carlos V, y viuda de Felipe el Hermoso, a quien amó con locura. También es una crónica novelada de un período histórico repleto de intrigas, alianzas y guerras.

La vida de alguien que tuvo al alcance de sus manos el reino más grande jamás conocido y lo despreció e ignoró como se desdeña una mota de polvo; es más, deja entrever que a ella, más que cualquier otra cosa, le sorprendía tener acceso y derecho a tales títulos que creía que sólo su madre merecía y que nunca le corresponderían a ella. La existencia de quien nada material deseó para sí y que fue engañada precisamente por aquellos a quienes pretendía entregar el poder y la gloria que le correspondían por derecho de nacimiento. La supervivencia de la que pasó de vivir en la opulencia de una ostentosa corte a malvivir encerrada, maltratada, olvidada por los demás y abandonada de sí misma.

Según pasamos las páginas de este conmovedor relato vamos descubriendo a una mujer que si no estuvo loca por demencia innata o hereditaria sí lo estuvo por amor. Su desmedida necesidad de afecto combinada con el desmesurado orgullo que le inculcó su madre le impidieron conciliar sus pasiones con sus desilusiones. Siempre deseó ser amada, primero por su padre al que adoraba infantilmente y por su madre a quien admiraba profundamente, y más tarde por su esposo y –nos cuenta la autora- aún eso estuvo en su mano si sólo se hubiera mostrado esquiva y difícil de conquistar ante el mujeriego que le tocó por marido pero, al entregarse sumisa y desesperadamente a él, paradójicamente perdió su posibilidad de recibir el tan ansiado amor.

 

Nos pincela a una Isabel tan enamorada de su marido como afligida y resignada por sus infidelidades, siempre preocupada por el bienestar de su pueblo, hábil y diestra en los manejos políticos que, adelantada a su época, no se deja intimidar ni manejar por ningún hombre. A un Fernando más débil y más sensible emocionalmente que su mujer, enamorado de ella –pese a su mojigatería- por la admiración que le despiertan su inteligencia y valía, intrigante, manipulador y engañoso, capaz de cualquier infamia por conseguir sus propósitos. A un Felipe atolondrado para unas cosas y astuto para otras, ávido de poder y entregado a perseguir los placeres de la vida. A una Juana inteligente, retraída, emocional, vulnerable y pasional, que antepone el amor que siente por Felipe incluso al que debería por natura sentir por sus hijos (a los que apenas conoce), y que sufre porque es incapaz de conjurar a su orgullo para lograr disimular sus sentimientos ni de conseguir que la amen como ella ama. Y, en definitiva, a unos personajes típicos de ese período histórico, abandonados a intrigas y confabulaciones para mejor lidiar su suerte.