Hay libros, como este, que no necesitan más presentaciones que un par de citas.
Publicado el Febrero 7, 2014 - 11:22Probablemente, lo mejor sería solo dejar las cuotas de Agua fresca en los espejos y ya. Porque al leerlas uno se da cuenta de todo lo que se encuentra en las memorias de la autora: tanto dolor, la necesidad de sacarlo fuera y de hacer de él algo positivo. Resiliencia. De eso trata el libro de Vinka Jackson. Una novela conmovedora y difícil de digerir. Probablemente el subtítulo lo diga mejor que cualquier palabra que se me venga a la cabeza: Abuso sexual infantil y resiliencia. La vida de la autora en pocas palabras, una mujer que nos abre las puertas de su mundo para hacernos ver que de todo lo malo podemos sacar algo bueno. Que no todo está perdido. Un libro sobre perspectivas.
Sin lugar a dudas es una temática difícil de tratar, y cuando como el lector sabe que la novela es la historia real de la autora, no dejas de sentir algo en el corazón. Entiéndase ese algo como un dolor, una punzada, una pequeña arritmia. Porque la historia de Vinka es brutal, te genera cambios, cuestionamientos. ¿Cómo, realmente, cómo puede haber gente tan mala, tan enferma en este mundo? Una realidad en la que algunos, lamentablemente, podrán verse reflejados, y otros podremos ver, a través de los ojos de la autora, la degradación del ser humano, pero también cómo superar tanto mal, tanto daño e injusticia hacia los más vulnerables.
Agua fresca en los espejos es un libro que debería estar en la biblioteca de todas las parejas que tienen hijos o tienen en sus planes tenerlos. Es un libro imprescindible para alertar, despertar y dejar de negar lo que sabemos que existe y no se habla porque es difícil de manejar. Vinka Jackson nos invita a reflexionar sobre la vida, su belleza y la importancia del perdón, no tanto para con los otros, sino que para con uno mismo. Un libro de vivencias a tener en consideración por quienes gocen de la palabra honesta.
CITAS DEL LIBRO:
Pienso en la precariedad de nuestras confianzas en el prójimo; la morbosa necesidad de detalles para atestiguar nuestra compasión o el crédito que damos a la vida de otros, o el crédito que otorgamos, simplemente, a la posibilidad del horror. Quiero creer que estas resistencias no son solo un signo de fe en lo humano; una confianza que se resiste a dar cabida a atrocidades cometidas por personas iguales a nosotros, o a concebir que siempre hay una dimensión de daño posible en muchas de nuestras acciones, aun en las más nobles.
Si no queda más alternativa que enfrentar la verdad, que esta sirva para reparar lo que se pueda; no para quedar más herida.
<<Por aquí pasó Atila, el Huno>>. Esa es una de mis primeras sensaciones al evocar mi infancia. Una invasión bárbara dentro y fuera de la casa; dentro y fuera del cuerpo. En plena identidad.
Ella, muchos años después, dice que no le han hecho nada, que no me pase películas.
<<Eran otros tiempos. Las cosas eran así. Y nadie se moría>>.
Pero se muere, mamá. Gente. Niños, a veces. La violencia no conoce de justas medidas, y si no es el cuerpo el dañado, será el alma, aunque sus heridas sean invisibles.
Mi voz está acorralada en una gruta muy estrecha donde debemos hacer hueco a huéspedes indeseables: piel, cartílago, esperma y sangre, elementos donde se supone que flota la vida pero también la muerte. Me ahogo, me desespero y querría tener branquias como los peces para poder respirar bajo el agua. Siento que en cualquier momento podría desvanecerme e ir a dar a las cañerías que recorren el subterráneo de este edificio, de la ciudad, del planeta entero, y ojalá desembocar muy lejos de mi papá que, por ahora, apenas me da un segundo de descanso. Me deja claro que es él quien decide todo sobre mí: el derecho a usar mis pulmones, lo que debo tragar o no, mi tiempo de crecer y todo lo que venga con este cuerpo que llevo puesto pero no me pertenece.
Luego, me desviste y tiemblo, no sé si de frío o de angustia, a la espera de que deslice la colcha de vuelta sobre mí. No lo hace. Ahí me deja, con mi pudor entumido y esta sensación de que la desnudez es el estado más peligroso y triste en que una pueda encontrarse sobre la tierra.
No tengo cómo perdonarme si de algún modo las faltas estuvieron divididas: si por años añoré que me quisiera como hija, tal vez merecí que me hiciera lo que me hacía. Quizás hasta consentí mucho más de lo que soy capaz de admitir; o puede que no haya sido todo tan a la fuerza como lo registró mi memoria. Tantas capas de cristal en un espejo; tanto velo sucio sobre mi alma.
Quizás, no es más de lo que todos deberíamos recibir de alguien amado: su disposición a dejarse guiar por nuestras formas y ritmos, lo que llevamos en nosotros del universo entero y lo que, a su vez, es único de cada quién: una anatomía y fisiología particulares. Modos propios de emocionarse y sentirse prodigioso, y, a veces, de hibernar y replegarse.
Mi padre al menos murió una vez; yo no sé cuántas.