Cuentos participantes 6 concurso "PALABRAS A LOS ANDES" 2da parte
Publicado el Agosto 7, 2017 - 15:34Lucila, subió a lo alto del monte para poder apreciar la belleza de ese paraje al que se sentía enraizada, unida profundamente, lugar al que volvía siempre que necesitaba inspiración y energía para vivir y soñar, pero su corazón desesperado y turbado no encontró respuestas y después de un largo rato de meditación entendió que debía alzar el vuelo y buscar nuevos caminos y amores.
De regreso en su habitación preparo su maleta y al salir recordó que no llevaba su cuaderno de poemas, volvió, dio una última mirada a su pieza y emprendió el viaje, no con un itinerario claro, porque no era lo esencial, lo único que deseaba era encontrar un lugar donde volver a crear y que las palabras volvieran a nacer.
El viaje en tren fue muy largo, pero la majestuosidad del paisaje la impactó y motivó, algo en ella le decía que iba por el camino correcto, pero cual era ese lugar, aún no lo había descubierto, pero en medio de esa incertidumbre sabía que debía continuar.
Poco a poco al ir deteniéndose el tren el maquinista gritó estación Cordillera, estación Cordillera, sin saber porque Lucila rápidamente tomo su maleta y bajó del vagón, era de noche pero una luna llena radiante le daba la bienvenida a ese lugar desconocido, la cual iluminaba todo, hasta el corazón más oscuro, el tren reanudaba su marcha, Lucila lo vio alejarse y sintió nostalgia y soledad.
Los días pasaban lentos y la monotonía parecía ganarle a la creatividad y a las palabras, pero un día Lucila, fue transportada, recreada y envuelta en ráfagas de exóticos y fragantes aromas y nuevamente experimentó que la fertilidad corría por su cuerpo y esta tierra que la había acogido como desconocida, la hacía su hija y la llamaba a soñar, a crear, a amar, y así las palabras fueron plasmadas en miles de hojas en blanco, que eran devoradas por la pasión, los versos y las prosas, porque a los pies del Río Aconcagua, con la Cordillera de Los Andes de testigo, en este hermoso y generoso valle de Los Andes, nace y renace, ella, la poeta, Gabriela.-
El Último Cochero
En su humilde casa, construida con mucho esfuerzo, muy cerca del Rio Aconcagua, duerme don Luis, sueña que hoy será un gran día, con muchas vueltas, sus nobles caballos, lo esperan para iniciar la jornada que les dará el sustento y el alimento.
Engalana su coche al alba y toma sus aperos, engancha a sus caballos y va en busca del viajero que sobre el cómodo asiento podrá ir respirando el aire puro de la mañana, vera las montañas mecerse mientras el bamboleo del viaje mece sus nostalgias y recuerdos.
Sobre su asiento de conductor del coche, que domina con su altura la visión de la ciudad que se levanta, don Luis se dignifica, crece su esperanza, toma con fuerza la fusta y lanza sus golpes al aire para demostrar que domina su oficio y siente en su alma que bota sus penas, las injusticias, las inequidades que en su vida ha tenido hartas.
Son tantas sus tristezas, el dolor y la soledad, que su mayor alegría es conducir el coche, que bien se siente en este mágico vehículo, conversa con alegría con los vecinos y viajeros, se siente orgulloso de ser “El Señor Cochero”.
Esta solo hace algunos años, su pareja se aburrió de la pobreza, de las ¡ncertidumbres, no quiso seguir compartiendo la vida con quien posee solo 1 coche, 2 caballos y la incertidumbre de un oficio que muere.
Sus viajes son cada vez menos, el dinero no cubre los gastos para mantener sus anhelos, extraña su gremio, ya los coches partieron a otros lugares, con otros dueños y Don Luis con impotencia ve que Las Victorias de Los Andes hicieron el camino al olvido, al cementerio de los recuerdos.
Al oscurecer del día regresa a su precaria vivienda, nadie lo espera, libera a sus caballos, desprende su amado coche de sus sueños, mañana vienen a buscar la carrocería que ha sido parte de su vida y de muchos que disfrutamos de ellas, románticos vehículos que transportaron novios, huasos, fiestas, carnavales, señoras con compras, trabajadores, estudiantes, turistas , familias enteras , que fueron un sello de identidad en el pueblo, su vehículo se ira a otro lugar, pero no puede imaginar su vida sin ella.
Las Victorias de Los Andes vivaran siempre en nuestros recuerdos.
Seudónimo: Totoya
El Terminal
Ella pasaba por el paradero de micros que esta en Membrillar, cuando oye un sonido que le era conocido. No dudó y volvió para mirar atrás, pero no vio a nadie. Siguió caminando pero algo había pasado, de pronto se encontraba en otro lugar, no podía mirar bien a través de la neblina que de apoco iba desapareciendo. Fue entonces cuando se dio cuenta que se encontraba en un lugar donde ya había estado antes, entonces otra vez ese sonido, gira a su derecha y ve a un señor con pechera y gorra, un pito que tocaba una y otra vez, era la señal que le hacia a los buses o micros que salían del terminal. ¿Pero, cómo un sonido podía llevarla al pasado? Y claro, ese lugar que frecuento tantas veces cuando era niña junto a sus abuelos, una tía, su hermana, y con su madre. Todo seguía igual, esos letreros que colgaban de un pilar a otro con cadenas donde había publicidad de alguna tienda o producto o de alguna radio, pero no se distinguían bien porque estaban desteñidos por el sol o por falta de mantención. Había también un teléfono público de color amarillo donde había un tipo muy efusivamente hablando por teléfono. Decidió entrar por esa puerta con mampara de vidrio, donde había un pasillo, a sus costados unas oficinas donde vendían pasajes de bus con sus letreros y precios, en lo alto de una pared un reloj muy grande que indicaba las doce del día, había gente comprando pasajes, otros conversaban fumando un cigarro, eran auxiliares de bus. Siguió caminando y llego hasta el fondo donde había un restaurant con mesas para cuatro, con mantel de hule, sillas con diseño antiguo, sus condimentos y servilleteros, tres mesas estaban ocupadas con personas comiendo. Se fijo en una vacía que estaba en medio y recordó que había estado ahí alguna vez con su abuelita, en aquella ocasión comieron un completo con té cada una. Lo curioso es que nunca supo como se llamo ese restaurant. Salió de aquel lugar, llego hasta el kiosco de diarios y revistas, tenía una pequeña ventanilla porque un tipo muy alto y delgado estaba medio agachado para comprar un chile de esos que tienen dos niñitos con globo. Siguió caminando y se fijó en los números de cada andén. En el uno había una micro con destino a Calle Larga, en el dos con destino a Rinconada, en el tres y cuatro no había nada, en el cinco un bus de esos rojos con blanco, unas letras JM con destino a Valparaíso 12:30 y una fila donde había mucha gente esperando su turno para guardar sus bolsos en el maletero. Había más buses pero se distrajo al oír - ¡helado, heladitol- pudo ver al heladero con su tenida blanca, la caja de plumavit blanca con helados de agua y crema, también a veces pasaba por la plaza de la ciudad de Los Andes. Se fijo en esa larga banca de extremo a extremo donde las personas esperaban su micro o bus, algunos con muchos bolsos. Al lado de unos pilares negros estaban los basureros, se fijo en eso también porque unos niños botaban papeles de helado en uno de ellos. Luego caminó en dirección a ese negocio grande con un letrero que decía Rapa Nui, donde también alguna vez su madre le compro dulces. A la vuelta esta la custodia y los baños públicos que hasta hoy siguen ahí. Se dio cuenta que añoraba ese lugar y aquel tiempo. Pero algo la saco de aquella hermosa visión, el vibrador de su celular que estaba en su bolsillo.
Evy Co
EL ROBO
Fue el crujido de una tabla el que me despertó a mitad de la noche. Abrí los ojos con dificultad y me quedé un momento tratando de distinguir la veracidad del ruido. No pasó nada. Atribuí el sonido a mi imaginación y me volví a dormir.
Al cabo de un rato, oí el mismo crujido otra vez, acompañado por un sonido más leve, como el de un papel siendo arrugado. Contuve la respiración. Había alguien más en la casa. ¿Qué querría? De seguro que era un hombre. Probablemente uno forzudo, alto, armado y de cara fea. Quizás con alguna cicatriz de otras peleas feroces. Apreté las frazadas con mis manos húmedas de miedo y procuré no moverme. Tenía que encontrar mi celular y llamar al plan cuadrante. Deslicé mi mano bajo la almohada. Apreté un botón y el aparato emitió dos pitidos estentóreos que indicaban “sin batería”, y con la característica musiquita escandalosa se apagó. El hombre debió escuchar eso, porque sus pasos se hicieron más rápidos y ya no intentaban no despertar a nadie. ¿Venía hacia mí? ¿Ya se iba? Nunca me había movido tan sigilosamente, pero logré ponerme los zapatos y me paré detrás de la puerta con un palo de escoba. No había luz, ni tampoco ruidos, pero él hombre estaba de pie al otro lado de la puerta. Oí el resoplido de su respiración golpeando mi puerta. Probablemente estaba aferrado a alguna escoba también. Y probablemente sentía el mismo miedo.
Nos quedamos un rato ahí. Sintiendo la presencia del otro en la oscuridad. En silencio. Esperando a que el otro diera un paso en falso para atacar. De pronto la bocina del tren rompió la escena y el tipo aprovechó la ocasión para salir corriendo de la casa. Las ruedas del tren sobre los durmientes retumbaban en la noche, mientras el ladrón chocaba con todo a su paso. Sin pensarlo salí detrás de él, y a la luz de la luna pude ver su espalda. Él corrió y yo corrí detrás aferrada al palo de mi escoba. No tenía un gorro de ladrón como pensaba. Tampoco andaba vestido de negro, ni era fortachón. Lo perseguí tres o cuatro cuadras, le grité “oyeeee”, porque no sabía que más gritarle, y luego dobló por Papudo Norte. Él siguió corriendo y entró por el Cementerio. Yo me detuve en la entrada. Casi sin aliento me incliné para tomar aire, y me di cuenta de que ya era de día, y yo andaba de pijama, botas de cuero y un palo de escoba en la mano.
Crema Agria
El caminante
Las mañanas de los andes con sus cielos azulados son la antología poética del himno nacional, el frío y la dureza del invierno el bastidor de nuestro valle. Es así como en cada mañana de invierno corre el gran Luchito por las calles, hombre humilde, que por esas cosas de la vida fue diagnosticado de una grave enfermedad.
Luchito. siempre da cara al frió, trotando por la tradicional Rene Schneider, Centenario, Camino Internacional, y todas esas calles habidas y por haber. Siempre va y viene, así se la pasa todo el día. Desafiando las heladas mañanas de esta tierra cordillerana, rompiendo la delgada capa de hielo en el suelo, sin zapatos ni espantajos que cubran sus pies. El caminante como le dicen sus conoc!dos cor e' t'empo creo resistencia a toda enfermedad. Sus pies, centro de reunión de incontables bacterias, gérmenes, desarrollaron una gruesa capa de mugre que cubría sus extremidades, aislándolo del frió asesino, quemante, del invierno.
El caminante, no necesita de abrigos, pantalón ni chaqueta, zapatos tampoco, estos solo impiden su libre transitar. Los zapatos amarran su libertad al cemento y son un peso innecesario que Luchito no está dispuesto a cargar. Él no es de nadie, algunas veces su viejita madre, lo reclama a la policía o lo espera con un plato de comida caliente, que muchas veces por la porfía de este, ven más seguido el basurero que el pequeño estomago de Lucho.
Ya no se sabe nada de él, su ultimo día solo sus más cercanos y el llanto desconsolado de su madre, acompañaba aquella carrosa. Un conocido por todos y ayudado por muy pocos, vio su caminar hacia mejores tierras.
Ya las calles no son las mismas; los cielos tampoco, esa lluvia mucho menos, ¡Ya no hay a quien mojar! Sus pies húmedos hicieron huellas por donde camino, ni si quiera el “Waiting for your love” de los pericos tarareado a su estilo se escucha. Las monedas en la panadería Centenario quedaron ahí tiradas, ya nadie las reclama. Ya no se siente el olor de su pucho, ni se ven las migas de pan repartidas por el al suelo, tampoco se le ve por la feria el domingo, ni mucho menos jugando con los niños en centenario. El eco del “me da una moneita por favor” ya no se escucha. Su vieja ropa, gritos, cantos quedaron repartidos por la ciudad, en la memoria de quienes alguna vez lo vimos. Las calles de Los Andes han quedado vacías.
Las señoras pasan, pasan pensando:
-Ya no está el Luchito. ¿Qué fue del Lucho?
- ¿Que será del Forest Gump aconcagüino, el caminante? Quizás por donde ande...
Sr. Selkirk Crusoe
Amor Nocturno
Se despierta al alba para alcanzar a mirarla, pero el fuerte resplandor del sol naciente lo ciega y solo consigue ver una enorme sombra enfrente de él.
Todos los días intenta despertarse aún más temprano, cuando los rayos aún no se cuelan por entre las montañas. Espera que la oscuridad lo ayude a encontrar el mejor ángulo para ver, aunque sea, la estela que ella deja al irse. Lleva semanas intentándolo sin resultados.
Decepcionado mira hacia abajo un horizonte que despierta a sus pies lleno de posibilidades nuevas, pero a él solo le importa el cielo.
Cada atardecer, se pone feliz ante la posibilidad de mirar hacia arriba sin luces que le estorben, y poder encontrarla, pero el cansancio de un largo día no lo deja mantenerse despierto hasta el momento en que ella aparece en lo más alto del valle.
Pasa largas horas ideando nuevas formas de conseguirlo: le pide a los cóndores que se posen sobre su cabeza cuando el cansancio del día comience a cerrarle los ojos. Otras veces se cubre de nieve para que el frío lo ayude, y hasta intenta que el ruido de la lejana ciudad interrumpa su sueño. Pero nada da resultado.
Todos los días el imponente Mocoen se esfuerza para intentar verla y sentir como lo roza al pasar sobre él. Lo que no sabe, es que apenas se duerme, la Luna lo toca con un velo blanco mientras se posa por la noche profunda sobre su cumbre y lo acaricia mientras duerme. Tampoco sabe, que todos sus esfuerzos son vistos desde la altura por ella y son recompensados con caricias tan sutiles que ni lo cóndores que en él habitan logran sentirlas. Ni que la lejana ciudad que le parece indiferente, todos los días contempla ese baile de amor.
Jorge Cancino
Amigos de Radio
Hace más menos dos años atrás, en una radio emisora de Los Andes, descubrí ese amigo de voz mientras estaba luchando contra el cáncer, era mi esperanza, sin pensar que esa voz que diariamente entraba a mi hogar, seria mi compañía, consuelo y alegría, mientras realizaba mis radio terapias, se escuchaba a lo lejos su voz suave, como no queriendo interrumpir, vagamente oía sus canciones y el recuerdo de tiempos mejores llenaban mi mente, haciéndome feliz. Durante 45 días fuiste mi compañía de salas de esperas y habitaciones de tratamiento, el apoyo en mis días difíciles, no te veía pero estabas allí, fuerte y seguro, y yo soñaba con compartir este sufrimiento.
Hoy, ya más recuperada, te agradezco todo lo que me diste sin condición, apoyo sin conocerme y no esperar recompensa, dios sabe cuánto agradecí tus palabras amigo, la vida me dio otra oportunidad y quiero mostrarles, mis alegrías y el amor por el día a día, te lo debo a ti, mi fuerza será de otros, que hoy, al igual que yo te escuchan.
Como olvidar las largas tardes que pasaba en la casa escuchándote, tantos problemas diarios, de rutina, y pensaba... “soy afortunada, tengo vida y la belleza de esta linda ciudad de Los Andes, donde conocí tu amistad, Habrán muchas voces pero nunca olvidaré esa, y a ese amigo que estará a mi lado por siempre”.
Hoy soy feliz, amo lo que tengo y disfruto lo que vivo, gracias infinitas amigo mío.
Criss